Por: Felix Tena de Sosa (@FelixTena)
Los derechos asegurados por la
justicia
no están sujetos a regateos políticos
ni al cálculo de los intereses sociales.
ni al cálculo de los intereses sociales.
John Rawls
El anhelo de vivir en paz y armonía, de gozar de
libertad, seguridad, bienestar y felicidad, impulsa a los seres humanos a
asociarse. Todas las doctrinas contractualistas, de Hobbes y Locke a Rousseau,
de Kant a Rawls y Habermas, son concordes en afirmar que el Estado no es un fin
en sí mismo, sino un medio para la realización del ser humano. Son, pues, los
seres humanos quienes se dan un orden, mediante la formación de un conjunto de
normas e instituciones de convivencia, a que se someten en condición de
igualdad, para mantener su libertad y bienestar como ciudadanos y la integridad
y cohesión de la sociedad.
La Constitución, según Peter Häberle, es la
expresión tangible del contrato social. A partir de ella se organiza un
complejo sistema jurídico, integrado por estructuras heterogéneas, del derecho civil,
al comercial y laboral, del derecho administrativo, al financiero y fiscal, del
derecho penal al constitucional, destinadas a dar respuesta a las múltiples
relaciones individuales y sociales, conflictivas o no, que puedan originarse
entre los ciudadanos o entre éstos y el Estado.
Los conflictos considerados más graves para la
vida pacífica en comunidad son catalogados de “penales” mediante la formal
delimitación de sus características por el legislador, con la consecuente
habilitación de la violencia institucional organizada a cargo del Estado para
hacerle frente, lo que suele denominarse poder penal o poder punitivo. Pero la
asimetría entre el individuo y el aparato represivo supone un “estado de
vulnerabilidad” más o menos elevado para todo ciudadano “subjudice”. Y es que,
como enseña Sergio García Ramírez, “en ninguna otra parte se hayan en mayor
tensión la autoridad del Estado y la libertad y dignidad de un ciudadano, que
en este caso se ve asediada —y en ocasiones oprimida— por las exigencias que proponen
la libertad y la dignidad de otros ciudadanos”. Se entiende así por qué
toda la tradición penal ilustrada y garantista sostiene con firmeza que el
poder penal del Estado no puede ser ilimitado.
La historia demuestra que en no pocas ocasiones
los gobiernos han usado el poder punitivo para violentar abiertamente la
libertad y la dignidad de los ciudadanos, en sus diversas manifestaciones: de
la inviolabilidad de la vida y la integridad física a las libertades
ambulatoria y de tránsito, de las libertades de culto y de expresión a la
inviolabilidad del domicilio. Sin ahondar demasiado en el pasado, puede
sostenerse que los totalitarismos europeos y las tiranías latinoamericanas,
inspirados en la doctrina de la “razón de Estado”, usaron el poder penal para
neutralizar sectores desafectos al régimen político imperante; y, actualmente,
ante la sensación de inseguridad colectiva que campea en el mundo desde finales
del siglo XX, los gobiernos se ven tentados a usar el poder penal como
instrumento de comunicación para mostrar al público una supuesta eficacia en la
lucha contra la delincuencia. Se obvia así que, como bien advirtió en 1792
Alexander Von Humboldt, cuando “el espíritu de gobierno domina en toda
disposición ya no son propiamente los súbditos —hoy ciudadanos— quienes
viven en sociedad, sino vasallos aislados que entran en relación con el Estado”.
La lucha contra la delincuencia sustentada en las
construcciones políticocriminales de “tolerancia cero” o “mano dura” no logra
superar la objeción kantiana que prohíbe tratar a una persona como un medio
para fines de otras, y la terminología bélica no hace más que acentuar su
carácter ilegítimo y populista. Constituye una política demagógica que no
conoce límites, no sólo legales y racionales, sino hasta materiales y físicos,
y desborda las capacidades de las agencias del sistema penal mediante una
legislación inflada y fraccionariamente difuminada en innumerables instrumentos
legales, mediatizando la técnica de la codificación; legislación que por su
total imposibilidad de cumplimiento efectivo, asume fines meramente simbólicos;
concomitantemente, en el procedimiento se instala una ideología de emergencia
permanente, que habilita reglas de actuación mucho menos rigurosas en
detrimento del debido proceso, y se termina en una dicotomía de trato entre
ciudadanos y enemigos.
Lo cierto es que el principio de Estado de derecho no permite la legitimación
de intervenciones punitivas arbitrarias o excesivas. Como sostiene Francisco
Muñoz Conde, el jurista debe revindicar la función reductora del derecho penal,
y “plantearse el problema de los límites al poder punitivo estatal, límites que
se basan, en última instancia, en la dignidad humana y en la idea de la
justicia misma” y a los jueces corresponde “contener y reducir el poder
punitivo, que es ejercido por las agencias ejecutivas y policiales para
impulsar el Estado constitucional de derecho”, en expresión de Eugenio Raúl
Zaffaroni. Todo esto significa que la teoría penal debe ser un instrumento de
garantía que, consciente de la inexistencia de un poder penal bueno, proteja a
los ciudadanos contra las vulneraciones de derechos que suelen ocurrir en el
ejercicio del poder penal.
En países que tienen una fuerte cultura política
autoritaria el imaginario colectivo entiende que al poder público no deben
establecérsele límites. Se trata, en el caso dominicano, de un vicio
institucional arrastrado desde las prácticas absolutistas de la época colonial,
que penetró en el constitucionalismo nacional desde el primer congreso constituyente
en 1844, según apunta Cristóbal Rodríguez Gómez, y ha pervivido bajo un ropaje
pesimista que reduce a los dominicanos a una especie de bárbaros incivilizados
a quienes debe someterse a orden bajo la bota de la opresión. Esto constituye
una inversión de la “lógica constitucional” en cuanto niega a las personas los
mecanismos idóneos para contener los abusos del poder. Es a partir de esa
visión que son cuestionados principios clásicos que imponen la protección de
los acusados como la finalidad del proceso penal y, en sentido contrario, se
adopta como principio fundamental la defensa la sociedad, que históricamente ha
tenido un claro raigambre autoritario como demuestran las teorías de la defensa
social y el derecho penal nazi fundado en el sano sentimiento del pueblo. Una
visión como esa debe resistirse con la fuerza de una razón contramayoritaria
que reivindique los límites del poder penal.
Es incuestionable que una teoría de la eficacia
de la Constitución y los derechos fundamentales no puede fundarse en la
creencia ciega de un cumplimiento voluntario y espontáneo de los límites
constitucionales por los poderes públicos, mucho menos en una dimensión tan
grisácea como el poder penal. Hay que evitar las falacias normativas y las
creencias fetichistas sobre un ejercicio bueno del poder, que es desmentido a
diario en la realidad operativa del sistema penal. Se requieren así un conjunto
de garantías que sirvan de contención y de anulación de actuaciones indebidas o
arbitrarias. Pues como apunta Luigi Ferrajoli, “una Constitución puede ser
avanzadísima por los principios y los derechos que sanciona y, sin embargo, no
pasar de ser un pedazo de papel si carece de técnicas coercitivas —es decir, de
garantías— que permitan el control y la neutralización del poder y del derecho
ilegítimo”.
Aunque las garantías no forman parte del
contenido interno de los derechos fundamentales, sino que son un dispositivo
externo, su falta en caso de incumplimiento voluntario y espontáneo de los
derechos fundamentales —una hipótesis que ocurre con no poca frecuencia en el
sistema penal— supone la violación impune de los derechos. Las garantías son
entonces los mecanismos de defensa y control de que disponen los ciudadanos
para habilitar —en cabeza de los jueces— la contención y reducción de las
intromisiones punitivas arbitrarias y excesivas que atenten contra sus derechos
fundamentales.
Sin unas garras cuidadosamente afiladas, a
disposición del poder judicial, y que puedan ser activadas oportunamente por
los ciudadanos, el poder penal quiebra la Constitución y “cosifica” a las
personas subjudices. Es así que las garantías no son concesiones inmoderadas a
favor de los delincuentes, imputados o condenados, sino mecanismos de defensa
para asegurar que éstos, así como —y especialmente— los inocentes que
inevitablemente terminan involucrados en el sistema penal, no sean objetos de
violencias innecesarias. La defensa de la sociedad no puede asumirse negando la
dignidad de las personas o desconociendo las garantías que la Constitución impone
al poder penal. La exigencia de seguridad ciudadana no debe llevarnos a licuar
las garantías de los acusados o usar el poder penal como instrumento de
comunicación para mostrar al público una supuesta eficacia en la lucha contra
la delincuencia. Es así que la “intensidad de violencia” funciona como un
estándar progresivo para la disminución o reducción del poder penal, que es
concorde con los avances de la ciencia y las técnicas de investigación o, para
decirlo con una imagen rawlsiana, lo único que permite tolerar legítimamente el
uso de un medio violento para hacerle frente al conflicto, es la inexistencia
de un medio no violento o menos violento.
En ausencia de garantías, la reacción estatal
frente al delito, en la persona del supuesto delincuente, podría ser —como no
pocas veces ha sido— más violenta que el delito mismo. Es por esto que cuando
las garantías actúan, lejos de producir impunidad, señalan fallas o errores en
el sistema penal y les imponen consecuencias, para evitar que las agencias policiales
y persecutoras asuman como incentivo actuar bajo parámetros arbitrarios e
ilegales. Sin importar que tan grave o dañino sea un conflicto para la
sociedad, no se pueden dar licencias para saltarse el debido proceso. Admitir
que existan zonas de poder penal exentas de limitaciones o garantías de control
es como inyectar un virus letal en un ser vivo y supone el inicio de un
progresivo deterioro de todo el sistema penal; atenta contra los principios
constitucionales de la tutela judicial efectiva, y, por ende, es sencillamente
inaceptable a la luz del Estado sociedad y democrático de derecho.
El autor es abogado especializado en derecho
constitucional.
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