Por: Thiaggo Marrero Peralta
Tras
varios años de intensa discusión, con la aprobación del Código Procesal Penal en
el 2002 el país se abocó a la instauración de un nuevo proceso penal, el cual que
rompía definitivamente con el sistema inquisitivo y arbitrario que establecía el
Código de Procedimiento Criminal. La idea de la reforma procesal penal era adecuar el proceso a las garantías
constitucionalmente establecidas y a las disposiciones convencionalmente
asumidas por el Estado, de cara a hacer un proceso penal que tuviera como
centro la dignidad de las personas, sean estas víctimas o imputadas, en
estricto apego y observancia al debido proceso de ley.
En ese sentido, la reforma procesal, además de ser
modernizadora y permitir al país cumplir con compromisos internacionales, trajo
consigo una regulación clara y precisa de las medidas de coerción, pues antes
con el Código de Procedimiento Criminal solo existían la libertad bajo fianza y
la prisión preventiva, cuya imposición dependía básicamente de la voluntad del
juez de instrucción y el Ministerio Público, lo que en parte explicaba la
crisis penitenciaria que había en el país a raíz de la enorme cantidad de
“presos sin condena” dado que para octubre de 1999 eran el 70% de la población
carcelaria[1].
Esos datos revelan como un proceso penal sin garantías
efectivas sirve de pivote a una política de seguridad estatal arbitraria, que
termina transformando la prisión preventiva, medida eminentemente cautelar, en
una medida de castigo y terror. Pero, además, que la mayoría de los presos sean
preventivos también habla de la calidad de la democracia constitucional. No por
menos, señalaba Manuel Miranda Estrampes que “un inadecuado y sistemático
recurso a la prisión preventiva pone en evidencia la negación democrática y
constitucional de una sociedad[2].”
De ahí que con la reforma procesal penal, para romper con
la arbitrariedad y el amplio poder discrecional del juez de instrucción del
Código de Procedimiento Criminal, se dotó al proceso de un marco claro y
objetivo respecto de las medidas de coerción, disponiéndose la libertad como
regla en el proceso penal y consecuentemente el carácter excepcional de todas
las medidas de coerción establecidas, cuyo catálogo fue ampliado por el Código
Procesal Penal para dar las más diversas alternativas a los operadores jurídicos
para garantizar la finalidad del proceso sin que necesariamente se tenga que
privarse de libertad a quien esté sometido a las instancias represivas.
Con el Código Procesal Penal quedó claramente establecido
que para imponer cualquier medida de coerción personal deben concurrir tres
condiciones objetivamente identificadas conforme al artículo 227:
1.-Suficiencia probatoria para vincular a la persona imputada con los hechos
punibles en calidad de autor o de cómplice; 2.-Existencia razonable de un peligro
de fuga; y 3.-que los hechos punibles tengan por sanción una pena privativa de
libertad.
El peligro de fuga es básicamente el periculum in mora
del proceso penal, elemento común para la disposición de medidas cautelares,
teniendo en cuenta la naturaleza cautelar de las medidas de coerción. Y esto es
muy importante retener pues este elemento debe evaluarse desde la óptica del
proceso y su finalidad, dejando fuera cualquier aspecto relativo al fondo del
proceso.
En efecto, si el Código Procesal Penal concibe las
medidas de coerción como instrumentos para garantizar la presencia del imputado
en todos los actos del procedimiento y evitar que haya obstrucción a la
investigación e intimidación a testigos, es decir, que se tratan de
herramientas procesales que para asegurar los fines del proceso en sí mismo;
las condiciones objetivamente indicadas en la norma para su imposición deben
estar vinculadas al peligro que se desea evitar y no así, con aspectos propios
de la política criminal del Estado.
En ese sentido, uno de los mayores logros de la reforma
procesal penal de 2002 fue la eliminación de la gravedad de los hechos como
presupuesto para evaluar el peligro de fuga y el establecimiento de
circunstancias vinculadas al aseguramiento del proceso, tales como el arraigo
del imputado y su historial en ocasión de otros procesos.
Sin embargo, a partir de la ley núm. 10-15, se
modificaron los artículos 229 y 234 del Código Procesal Penal para reintroducir
elementos impropios en la verificación del peligro de fuga, tales como la
gravedad de los hechos, las características personales del imputado y la alarma
social del hecho punible.
La ley núm. 10-15 trajo elementos propios de la función
de prevención del delito al procedimiento de medidas de coerción en el marco de
la determinación del peligro de fuga, con la agravante de permitir una amplia
discrecionalidad a los jueces para justificar la prisión preventiva bajo el
presupuesto de la alarma social, es decir, atendiendo a los gritos de la
sociedad frente a los hechos imputados como consecuencia del “daño social
ocasionado a la sociedad” por alguien a quien se le presume inocente.
De ahí que la fundamentación del peligro de fuga sobre la
base de la gravedad de los hechos o la alarma social implica, necesariamente,
un adelanto en el juicio de culpabilidad, por ser estos elementos ajenos al
propósito del procedimiento de medidas de coerción donde solamente se debe
verificar la necesidad o no de restringir la libertad del imputado para
garantizar los fines del proceso como anteriormente he señalado.
Estos presupuestos son indudablemente incompatibles con
el derecho a la presunción de inocencia consagrado en el artículo 69.3 de la
Constitución y ni con el derecho a la libertad personal dispuesto en el
artículo 7.3 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), la cual, conforme
al artículo 74.3 de la Constitución no debe ser vista solo como una simple
norma internacional a la cual se comprometió el Estado dominicano a cumplir y
que su contenido se limita a su texto, es decir, a la prohibición de
detenciones o encarcelamientos arbitrarios; sino que este texto entra en el
ordenamiento interno ya enriquecido por las interpretaciones y sentidos dados
por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH),
pudiendo ser aplicada directamente por los jueces en tanto que forma parte del bloque
de constitucionalidad[3],
como parte del control convencional de las normas.
En ese sentido, para la Corte IDH el artículo 7.3 de la
CADH “prohíbe la detención o encarcelamiento por métodos que pueden ser
legales, pero que en la práctica resultan irrazonables, o carentes de
proporcionalidad[4].” Por ello, “la
legitimidad de la prisión preventiva no proviene solamente de que la ley
permite aplicarla en ciertas hipótesis generales[5]”.
A lo anterior se suma importancia el criterio del
Tribunal Constitucional en su sentencia TC/0380/15, con la que también deja
claro que no basta con que el legislador disponga de criterios para la
imposición de la prisión preventiva y cumplir con el principio de legalidad,
sino que ésta necesariamente tiene que resultar razonable, proporcional y
motivada sobre una base cautelar, es decir, que no tenga fines de prevención
general como sucede en con la pena.
Destaco el hecho de la imposición de la prisión
preventiva en tanto a que, si la determinación del peligro de fuga se sustenta
en elementos propios de la pena, evidentemente que esta medida de coerción se
convierte en una pena anticipada y, por tanto, contraria a la presunción de
inocencia.
Pero aún si no se tratara de la prisión preventiva, toda
restricción a la libertad personal del imputado sobre la base de un peligro de
fuga fundamentado en la gravedad de los hechos o en la consternación social,
también vulnera el estado de inocencia que le asiste a la persona imputada,
pues le otorga a esa medida de coerción menos gravosa que la prisión preventiva
un carácter sancionatorio y no propiamente cautelar.
Y dado que estas circunstancias para evaluar el peligro de fuga, introducidas en el artículo 229 del Código Procesal Penal por la ley núm. 10-15[6], son de naturaleza punitiva, adelantan el juicio de culpabilidad y antijuridicidad, vulneran el derecho, principio y regla de presunción de inocencia dispuesto en el artículo 69.3 de la Constitución, así como la prohibición de detención o encarcelamiento arbitrario previsto en la CADH, de acuerdo con el alcance otorgado por la Corte IDH.
[1] Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIHD), Informes sobre la situación de
los Derechos Humanos en la República Dominicana del 7 de octubre de 1999, párrafo
449. Disponible en línea: http://www.cidh.org/countryrep/Rep.Dominicana99sp/Cap.12.htm
[2] Manuel
Miranda Estrampes et al, “Medidas de Coerción” en Derecho Procesal Penal,
Escuela Nacional de la Judicatura, Santo Domingo, 2006, p. 183
[3] Art. 3 de la
Ley núm. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y los Procedimientos
Constitucionales. Cfr. Resolución 1920-2003 del 13 de noviembre de 2003 del
Pleno de la Suprema Corte de Justicia y la sentencia TC/0150/13
[4] Corte IDH,
caso López Álvarez v. Honduras, 1 febrero de 2006, párr. 66
[5] Ibid. párr.
67. En esa línea: Corte IDH, Palamara Iribarne v. Chile, 22 de noviembre de
2005, párr. 198
[6] El Tribunal Constitucional en su sentencia TC/0402/17
declaró las modificaciones conforme a la Constitución, lo cual es un desacierto
del tribunal que en otro momento abordaré.
Comentarios
Publicar un comentario