Por: Enmanuel Rosario Estevez
El proceso de ejecución de sentencias y
títulos ejecutorios se ha caracterizado desde hace varias décadas en el trauma
legitimo más impactante que puede sufrir un ser humano en la República
Dominicana. La escena que se vive en un proceso de ejecución es, en la mayoría
de los casos, desgarradora.
En estos procesos, el alguacil a cargo
de la ejecución se suele proveer de una cantidad considerable de desaprensivos
con el objeto de crear el desorden y el caos en el lugar de la ejecución. Es de
esta forma como el deudor, acorralado en su domicilio o empresa, y viendo como
desmantelan el sacrificio de toda una vida, tiene que ceder a las propuestas más
indecorosas y leoninas que podamos imaginar.
En muchos casos, la ejecución se
convierte en una extorción legitimada por el Estado, el cual reconoce en el alguacil
la autoridad para realizar este tipo de actuaciones, pero que en la práctica suelen
desbordar el espíritu de la norma.
Para combatir estos atropellos se han
intentado un sinnúmero de acciones que van desde la creación de procedimientos vía
reglamentaria emanados tanto del procurador general de la República como del
Consejo del Poder Judicial, hasta el punto de quitarle las atribuciones de
ejecución al alguacil para otorgárselas a los notarios públicos. Pero ninguno
de estos caminos ha conducido a la reducción de los atropellos y actos de
violencia que se suscitan en las ejecuciones civiles.
De hecho, cuando se transfirieron las
atribuciones de ejecución al notario público, el único cambio que se produjo
fue que en aquel entonces los atropellos provenían de estos últimos. Quiere
decir, que todo se mantuvo igual. Inclusive, en la práctica la ejecución era
realizada materialmente por el alguacil, y el notario público solo plasmaba su
sello para dar la apariencia de que el proceso fue instrumentado por él.
Impulsados por la necesidad, el 26 de
septiembre del año 2019, el presidente de la República promulgó la Ley 396-19
que regula el otorgamiento de la fuerza pública. Esta novedosa norma tiene como
objetivo la regulación in situ de los procesos de ejecución.
Es oportuno aclarar que esta norma no
persigue la regulación de las vías de ejecución, lo que corresponde de forma
general al código de procedimiento civil, sino que su objeto se circunscribe a
la regulación del momento previo a la ejecución, y también de la ejecución in
situ, a ese escenario en el que el ejecutado es expropiado de sus bienes o
se ejecuta un mandato judicial.
Esta aclaración es importante porque es
la propia norma la que en ocasiones crea una confusión, y no permite distinguir
si lo que se regula es el instrumento de ejecución (embargo) o la ejecución in
situ, para “evitar la alteración del orden público y la paz pública”[2].
Es por esto que pretendemos realizar un
análisis detallado de los aspectos más relevantes que contiene esta nueva
normativa, y que sin lugar a dudas, persigue evitar los atropellos y abusos que
se suelen cometer en los procesos de ejecución.
¿Qué es la fuerza pública?
Cuando escuchamos, o como en este caso,
leemos el término “fuerza pública”, nuestro pensamiento nos empuja a imaginar un
cuerpo especializado de seguridad para preservar la paz pública en los procesos
de ejecución. Pero cuando retornamos a la realidad, nos damos cuenta que tal
especialización no existe, sino que los cuerpos policiales y militares
constituyen la fuerza pública.
Debemos aclarar que el concepto de
fuerza pública es propio de la Revolución Francesa de 1789, y fue incorporado
en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26
de agosto de ese mismo año. El artículo 12 del referido cuerpo normativo
establece que “la garantía de los derechos del Hombre y del Ciudadano necesita
de una fuerza pública; por ello, esta fuerza es instituida en beneficio de
todos y no para el provecho particular de aquéllos a quienes se encomienda”.
Una ley de 15 de junio de 1791 en
Francia definía la fuerza pública como “la reunión de fuerzas individuales organizadas
por la Constitución para mantener los derechos de todos y asegurar la ejecución
de la voluntad general”. Fue la definición más precisa que pudo emitir el
Comité de Salvación Pública que gobernó la Francia Revolucionaria.
En aquel entonces la fuerza pública fue
creada como un instrumento de coerción de la revolución para asegurar la
ejecución de sus mandatos, disposiciones y leyes. La fuerza pública fue una
necesidad de la revolución francesa, que se percató que una de las causas de la
caída del antiguo régimen había sido la ausencia de una verdadera fuerza
pública como órgano de control interno.
Retornando al plano local, es menester
resaltar que en nuestro ordenamiento no existe una definición de fuerza pública
en la norma. A pesar de que el término fuerza pública tiene algunas apariciones
en la Constitución de la República y en algunas leyes orgánicas.
Sin embargo, de ninguna se extrae una
definición clara de la fuerza pública. Por ejemplo, el artículo 212, párrafo
tercero de la Constitución establece que durante las elecciones la Junta
Central Electoral asumirá la dirección y el mando de la fuerza pública. De
igual forma, en el artículo 86 de la Constitución hace nuevamente mención de la
fuerza pública para establecer que el Presidente del Senado o de la Cámara de
Diputados podrán requerir el apoyo de la fuerza pública cuando se haya detenido
o arrestado a un legislador sin agotar el debido proceso que prevé el esquema
de la inmunidad parlamentaria.
La Constitución de la República no
define el concepto de fuerza pública, pero nos llama la atención el hecho de
que durante el proceso electoral la Junta Central Electoral es quien asume la
dirección y el mando de este “cuerpo coercitivo”, por lo que vale preguntarse a
quien se le retira estas atribuciones para transferirla al órgano electoral.
La respuesta es simple: al presidente de
la República, quien es la autoridad suprema de las fuerzas armadas, la policía
nacional y los demás cuerpos de seguridad del Estado conforme al artículo 128
de la Constitución de la República.
Cuando analizamos las distintas leyes
que se relacionan con la fuerza pública desde el punto de vista orgánico, el
resultado es interesante. Así, por ejemplo, la Ley Orgánica de la Policía
Nacional (Ley 590-16) establece en su artículo 11 que “en el ejercicio de sus
funciones, los miembros de la Policía Nacional son agentes de la autoridad y
depositarios de la fuerza pública”.
De esta norma se pudiese desprender el
concepto de que solo los agentes de la Policía Nacional son miembros de la
fuerza pública. En cambio, cuando analizamos el artículo 8, numeral 3 de la Ley
Orgánica de las Fuerzas Armadas observamos que también el Ejercito de la
República Dominicana tiene por misión
“formar parte de la Fuerza Pública bajo
el control de la Junta Central Electoral durante las elecciones nacionales
programadas por este organismo”.
De este último caso debemos hacer dos
puntualizaciones, la primera es que solo los miembros del Ejercito se
consideran parte de la fuerza pública, lo que excluye a los miembros de la
Armada y la Fuerza Aérea de República Dominicana. Y la segunda es que solo
forman parte de la fuerza pública durante el proceso electoral.
Lo que al final del camino pretendemos
es demostrar que no existe una concepción uniforme de la fuerza pública en el
sistema dominicano. Sino que todo dependerá del cristal o de la ley desde la
que se mire.
La fuerza pública debe ser comprendida
en su sentido más amplio, y comprenderla conformada por “la reunión de fuerzas
individuales organizadas por la Constitución para mantener los derechos de
todos y asegurar la ejecución de la voluntad general”, tal y como la
concibieron los franceses en el año de 1791. Quiere decir, que la fuerza
pública debe ser concebida como la reunión de los cuerpos castrenses y
policiales creados por la Constitución para mantener el orden y la paz.
En esta concepción amplia incluso se
incluyen a los cuerpos castrenses, sin embargo, en una acepción limitada estos
desaparecen, debido a que la finalidad de estos órganos es la defensa de la
Nación. En cambio, el concepto limitado de fuerza pública se circunscribe a los
órganos de control y coerción interno del Estado, aquellos que se utilizan para
mantener el orden público interno.
Ahora bien, la pregunta que resulta es si
la fuerza pública constituye la herramienta más afectiva para asegurar las
ejecuciones de derecho privado en el ordenamiento dominicano. En este punto debemos
señalar que siempre nos hemos inclinado por la creación de un cuerpo
especializado para las ejecuciones de carácter privado, a cargo del Poder
Judicial, y que comprenda tanto a alguaciles especializados en ejecuciones como
al cuerpo militar-policial entrenado de forma especial para lidiar con este
tipo de situaciones.
El dilema de la
inconstitucionalidad de la ley 396-19
Inmediatamente fue promulgada la nueva
ley que regula el otorgamiento de la fuerza pública, notables juristas alzaron
sus voces para manifestar la inconstitucionalidad de la nueva norma. Y estos
parten de la premisa de que la Constitución de la República establece en el
párrafo I del artículo 149 que es atribución exclusiva del Poder Judicial “hacer
ejecutar lo juzgado”.
Sin embargo, no percibimos tal
inconstitucionalidad debido a que la función de la norma no es atribuirle la
facultad de ejecución de lo juzgado a los miembros de la fuerza pública, sino
regular su otorgamiento para acompañar al auxiliar de la justicia,
perteneciente al Poder Judicial, a ejecutar la decisión o el título ejecutorio
que sirve de base a la misma.
De hecho, la nueva norma establece de
forma clara que la ejecución es atribución del alguacil, y la fuerza pública solo
lo acompaña y lo auxilia al momento de ejecutar la medida de que se trate. Pero
de ninguna forma se pudiese comprender que la ejecución estaría a cargo de la
fuerza pública, sino que el monopolio y de dirección del proceso descansa en el
alguacil, teniendo como contrapeso al fiscal que le acompañará para supervisar
el proceso de ejecución.
La fuerza pública desde el
ámbito de la Ley 396-19
Esta norma que inicia su aplicación en
la República Dominicana es la última esperanza para evitar los atropellos que
se suscitan en la práctica, o al menos, intentar disminuir las escenas que
someramente hemos descrito.
Partiendo de la nueva normativa, el
auxilio de la fuerza pública es obligatorio y no facultativo. Esto quiere
decir, que el alguacil debe proveerse de la fuerza pública al momento de
realizar la ejecución. Y como forma de controlar las actuaciones del alguacil
se exige la presencia de un fiscal en la ejecución.
De antemano, tendría que evaluarse la
capacidad de respuesta del Ministerio Público a esta exigencia legislativa,
pues parecería que ante la falta de personal sería imposible que se pueda contar
con la presencia de un fiscal en todas las ejecuciones que se realicen en el
territorio nacional.
Ahora bien, el primer problema que
enfrenta la norma es que intenta regular algunos aspectos que corresponden a
las vías de ejecución, obviando que el su ámbito de aplicación es el
otorgamiento de la fuerza pública y los distintos escenarios que se presentan
al momento de la ejecución.
Incluso la nueva norma identifica los diferentes
títulos ejecutorios que existen en nuestro ordenamiento, lo que debe ser
regulado por las disposiciones referentes a las vías de ejecución y no por esta
nueva ley. Es un error definir aquí lo que se debe considerar como título
ejecutorio, pues esto corresponde a las normas que regulan las vías de
ejecución.
De hecho, esta transgresión a los límites
de la norma ha provocado un error adicional, debido a que incluyeron como títulos
que ameritan el auxilio de la fuerza pública las autorizaciones de desalojo que
emanan del Abogado del Estado en los casos de ocupación ilegal. Esta inclusión da
la impresión de que el Abogado del Estado se debe limitar a emitir la
autorización de desalojo y luego la parte procurar el auxilio de la fuerza
pública en base al procedimiento que establece la propia ley, obviando que en
esta materia es el Abogado del Estado el que concede el auxilio de la fuerza
pública para los desalojos, en su calidad de representante del Ministerio
Público ante la jurisdicción inmobiliaria.
La sección II del capítulo III de la Ley
regula el otorgamiento de la fuerza pública para las medidas conservatorias. Lo
primero es que las medidas conservatorias no son vías de expropiación
inmediata, sino que su finalidad es conservar el bien y evitar su distracción.
Estas son practicadas por acreedores quirografarios, cuyos créditos requieren pasar
por el escrutinio de un tribunal. Esto quiere decir, que los acreedores en este
tipo de medidas no están provistos de un título ejecutorio, sino de una
acreencia justificada en principio de prueba.
Sin embargo, en la norma se comete un
grave error conceptual al requerirle al acreedor solicitante del auxilio de la
fuerza pública para trabar medidas conservatorias que presente “copia del
título ejecutorio que servirá de fundamento a la medida”.
Quizás esto pueda entenderse cuando se
trata del embargo conservatorio de derecho común, porque en este caso se
requiere de la autorización del juez de primera instancia conforme al artículo
48 del Código de Procedimiento Civil [3].
Pero en el caso del embargo conservatorio locativo, del embargo retentivo y los
demás que figuran en nuestro ordenamiento jurídico no es necesario estar
provisto de un título ejecutorio. De hecho, esto es contrario a la naturaleza
misma de este tipo de medidas.
Incluso, la distinción elemental entre
un embargo de naturaleza ejecutoria y uno de naturaleza conservatoria es que en
el primero el acreedor está provisto de un título ejecutorio, y permite la
expropiación forzosa del bien. En el segundo, se persigue su conservación para
evitar su distracción.
Este mismo error conceptual se repite en
el texto, lo que permite afirmar que no es involuntario sino el resultado del
desconocimiento de la naturaleza de este tipo de medidas. Por ejemplo, el
artículo primero de la norma establece que su objeto es regular el otorgamiento
de la fuerza pública para llevar a cabo las medidas conservatorias y
ejecutorias, mientras que el artículo quinto establece que es
competencia del Ministerio Público el otorgamiento de la fuerza pública para
“las ejecuciones de las sentencias o de los títulos ejecutorios”,
excluyendo de esta forma las medidas conservatorias que pueden ser practicadas
en ausencia de un título ejecutorio.
En definitiva, el texto presenta una
grave confusión de las distintas vías de ejecución, y es por esto, que sostenemos
que el legislador cometió el error de legislar más allá de lo necesario, al
tocar en esta ley aspectos propios de las vías de ejecución cuando debió
concentrar sus esfuerzos legislativos en regular el procedimiento de ejecución in
situ.
Otro punto dentro de las medidas
conservatorias es el guardián de los bienes embargados. La norma establece que “el
juez de ejecución o su equivalente podrá revocar al guardián en caso de que
haya una causal razonable para su inhabilitación”.
En el estado actual de nuestro
ordenamiento no existe un juez de ejecución, por lo que cabe preguntarse a qué
juez se refiere el legislador en este caso. Esto provoca que tengamos que
interpretar la norma. Por un lado, el juez de la ejecución pudiese ser el que
está conociendo de la demanda en validez del embargo conservatorio. Por otro
lado, también pudiera interpretarse que se trata del juez de los referimientos,
aunque nos parece más saludable pensar en la primera opción.
Llama la atención que el procedimiento
fijado para la sustitución del guardián sea gracioso, y no se celebre una
audiencia para escuchar el parecer de las partes. El procedimiento fijado inicia
con el depósito de una instancia motivada dentro de los cinco días hábiles a su
designación y debe ser resuelta dentro de los cinco días contados a partir de
su recepción.
Pero la norma no toma en cuenta el
escenario en que los hechos o el descubrimiento de los hechos que originan la
solicitud de cambio de guardián se susciten luego de expirado el plazo de los
cinco días de la designación del guardián. Tampoco prevé la existencia de recursos
para impugnar esta decisión, y ni siquiera deja entrever la naturaleza de la
decisión que se emita en este sentido, a fin de determinar qué tipo de recursos
pudiese aplicarse en este caso.
Lo segundo es que el cambio de guardián,
que no debió tocarse por ser un aspecto propio de la vía de ejecución y no de
la fuerza pública, fue omitido para el escenario del embargo ejecutivo, que es
donde mejor se refleja la necesidad del cambio de guardián. Pero gracias a esta
omisión para el embargo ejecutivo podemos continuar con la práctica habitual de
requerir el cambio de guardián al juez de los referimientos.
El procedimiento de
otorgamiento de fuerza pública
La nueva ley establece que el proceso
inicia con una solicitud de otorgamiento de fuerza pública realizada por la
parte que pretenda la ejecución. Esta solicitud deberá ser respondida por el
Ministerio Público en un plazo de 10 días laborables.
En esta parte debemos destacar que la
ley no especifica ante cuál órgano del Ministerio Público se depositará la
solicitud, ni tampoco a cargo de quién queda la obligación de responder. Esta
interrogante se desprende del hecho de que la norma solo menciona al Ministerio
Público sin tomar en cuenta que es un órgano complejo compuesto de múltiples departamentos
y fiscalías, que van desde la Procuraduría General de la República hasta la Fiscalía
ante los Juzgados de Paz.
Pero es que al utilizar el término “Ministerio
Público” no permite identificar de forma precisa a qué funcionario u órgano
dentro de esta compleja estructura se refiere. Incluso, si retomamos el punto
del Abogado del Estado debemos necesariamente arribar a la conclusión de que
este funcionario es el representante del Ministerio Público ante los tribunales
de tierras, sin embargo, sus autorizaciones de desalojos ante invasiones
ilegales de terrenos son apreciadas como títulos ejecutorios que requieren de
una autorización de fuerza pública, lo que permite comprender de que este
funcionario no es el encargado de otorgar el auxilio de la fuerza pública.
Es posible que el legislador haya dado
por sentado que por Ministerio Público comprende exclusivamente a la
Procuraduría Fiscal del lugar donde se pretende llevar a cabo la ejecución.
Pero es claro que se trata de un desliz legislativo.
Otro punto importante es que la norma no
contempla los distintos escenarios que pudieran suscitarse a partir de la
solicitud de otorgamiento de la fuerza pública, y que pudiera ser su
aceptación, su rechazo o simplemente el silencio u omisión de respuesta por
parte del Ministerio Público.
Es decir, que existe un vacío
legislativo en este ámbito que requiere ser respondido en base a la aplicación
de las normas y principios de derecho común. De nuestra parte comprendemos que el
referimiento es la vía más efectiva, tanto para suspender la decisión que
otorga la fuerza pública como para obtenerla cuando el Ministerio Público se
niegue a otorgarla o existe una omisión injustificada.
Las sanciones por las
violaciones a la Ley de Otorgamiento de Fuerza Pública
La ley 396-19 establece dos tipos de
sanciones, las de carácter disciplinario y penal. Las primeras son aplicables
de forma estricta a los funcionarios públicos que hayan actuado en el proceso
de ejecución de forma activa. Quiere decir, que dicho texto solo aplica a los
alguaciles y fiscales que hayan participado de la ejecución.
La participación del funcionario objeto
de la sanción debe ser activa, lo que incluye el escenario en el que el
alguacil asiste a otro en la ejecución. Pero no aplica cuando el funcionario
público es el acreedor beneficiario de la ejecución, debido a que el objeto de
la norma se circunscribe a sancionar de forma disciplinaria al que instrumenta
la ejecución, no así a su beneficiario.
Las otras sanciones establecidas en la
norma, que pueden ser aplicada al beneficiario de la ejecución también son las
de naturaleza penal, pero esas, por su complejidad y profundidad, serán objeto
de otro estudio.
También están las sanciones de carácter
civil, derivada de los daños y perjuicios que pudieran generarse de la
ejecución, y aunque la norma no los aborde de forma directa, su aplicación se
desprende del derecho común. En este caso, la responsabilidad es de naturaleza
delictual, al menos de manera general, y su régimen de prescripción es el de
derecho común.
[1] El autor es catedrático de grado y postgrado en la Pontificia
Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM). Ha impartido las asignaturas en
la maestría de Procedimiento Civil de: Los Incidentes en el Proceso Civil,
Procedimientos Urgentes, Proyecto de Memoria Final.
[2] Ver considerando octavo de la Ley 396-19 que regula el
otorgamiento de la fuerza pública
[3] Incluso en el caso del Auto para practicar el embargo
conservatorio de derecho común es discutible el concepto de título ejecutorio,
debido a que este acto jurisdiccional no reúne las condiciones de un título
ejecutorio conforme al artículo 551 del Código de Procedimiento Civil, y además
de que no es un acto jurisdiccional de carácter definitivo.
Totalmente de acuerdo con la explicacion dada en este escrito por el autor. Cabe destacarse, que aunque hay la intencionalidad del legislador de querer evitar los daños ocasionados a los deudores de obligaciones de pago, basicamente, al momento de ejecutar el documento crediticio, tendra tambien que legislarse, previo a ese momento y en ese escenario en ejecucion, sino tambien al momento cuando algunos desaprensivos llaman a los deudores a algunas empresas, basicamente financiera, etc. cuando ponen a firmar varios documentos, multiplicando con creses las deudas. Asi, como tambien, y lamentablemente, algunos abogados, que sin haber notificado, suman en los pagare notariales, sus honorarios, convirtiendolo de ante manos en otro credito, ya debido, sin nisiquiera haber elevado una instancia, una intimacion, una demanda, etc. es penoso este cuadro que se ve a diario en la vida real, que pena.
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